Abula

   Dicen que hace miles de años, cuando nuestra ciudad estaba sembrada por multitud de piornos, cantos y piedras de todas formas y colores; grandes, pequeñas, medianas, redondas, cuadradas, grises rojas y azuladas. En la colina, alhaja bordeada por el río de agua nieve. Vivía un príncipe llegado de cálidas tierras sureñas donde el viento trasportaba arenosas palabras de amor. 

   Cada noche al salir la luna, recordaba a su amada madre. La añoranza y el frío estremecían sus curtidas carnes y al calor de la hoguera, soñaba en el día, en que construiría en este lugar donde hoy gobernaba. Una gran muralla, para guardar los vientos que tan grato recuerdo le portaban. Con ochos grandes puertas abiertas a sus amigos alisios. Tendría las más altas almenas de occidente y hasta ochenta y ocho cubos de vigía.

   Abula, la colina de los vientos, le llamaría, como su madre y cada piedra traída desde todos los confines de su reino por caravanas de mulos y camellos serían testigos de este regalo eterno. Y nosotros abulenses, hoy, al soplar el viento, aún percibimos el lamento de nuestro fundador llamando a su madre. “Aaaaaaaabuuuuuuulaaa. Aaaabuuuulaa.”