Desde que aprendí a
leer, me empecé a interesar por las bibliotecas. Al principio me asustaban un
poco, esas enormes salas con tantas estanterías que me obligaban a levantar la cabeza.
Me quedaba
boquiabierta contemplando el ir y venir de aquellas escaleras que parecían no
tener fin, mientras algunas personas subidas en ellas se desplazaban hacia
todos los lados. Acompañaba a mi madre con frecuencia en su búsqueda de libros.
Mi padre le decía una y otra vez: “Tu sitio está en casa, cuidando de nuestros
hijos, no te hace falta aprender más”. Recuerdo que a veces le costaba caminar
o se ponía gafas oscuras aunque no hiciera sol.
La sección de adultos
era así: fría y gris. Aquel silencio sepulcral, solo mitigado por alguna tos,
estornudo o leve murmullo, le daba un cierto aire de misterio.
Ella me inculcó el
interés por los libros. Me contaba maravillosas historias de cerditos, de niños
que volaban surcando el cielo y de zapatos de cristal perdidos a medianoche y
yo, me sentía la protagonista de todas ellas.
Un día en la
biblioteca, mientras acariciaba las letras distraída, noté un leve cosquilleo
en mi dedo índice que pasó al corazón y más tarde a toda la mano. El leve
cosquilleo se transformó en un pequeño tirón abriéndose un boquete en el libro.
Mi cuerpo se estrechó y se estrechó, hasta introducirme en él y así empezó
todo. Viví historias increíbles, pasad la hoja y lo veréis.