No era lo importante su lengua materna, no eran las palabras las causantes de
provocar el asombro en Emilio. Sólo era precisa la expresión de la voluntad decidiendo,
dotando a un sí o a un no de su máxima trascendencia, para lograr que un hombre curtido
por más de cincuenta años de labores agrícolas, rememorase ahora un seis de agosto y la
recordase a ella...
No habían hecho oficial su nombre en una pila bautismal, bajo la fría caricia del agua
bendita. Se llamaba como tantas otras, y su destino era formar parte de la monotonía de un
todo. Imaginó una familia, compartiendo un desayuno, el olor del pan de pueblo, la dulzura
de una magdalena, el futuro que tendría.
Debía de ser el poder del sol de verano lo que provocó una extrasístole en el latir de la
Naturaleza, e hizo que su energía sobrepasase los límites de la armoniosa conjunción de los
átomos de carbono, hidrógeno y oxígeno. Quiso comprobar su entereza, demostrar que
nadie volvería a marcar su rumbo, a dirigirla forzosamente.
La brisa mecía el campo de trigo, el balanceo creaba miles de frágiles cayados, cuando
Emil pudo observarla en el centro, recta y firme, orgullosa. Ya no era una espiga más, única
al haber creado y cumplido su último sueño, antes de la siega, encontrar el poder en lo
voluble.