Cuando pasamos a las nueve de la mañana la estatua estaba completamente inmóvil.
Era la de una mujer vestida de blanco, tocada con una pamela de igual color, con guantes
blancos y con la cara completamente pintada también de blanco. A pesar de todo, tuve que
decirle a Jorge, ocho años, que no era una estatua de mármol, sino una chica que solo fingía
serlo. No pretendía engañar a nadie, como lo probaban sus labios pintados de suave carmín
que desentonaban ligeramente sobre el conjunto porque éste daba una imagen de palidez
general que no encajaba con la vitalidad que aquellos labios parecían transmitir.
—Simula con tanta perfección su total inmovilidad, que espera que la gente que pasa
junto a ella así lo valore y deje alguna moneda como premio a su buen trabajo.
Jorge pidió pues esa moneda y fue corriendo a depositarla en el platillo que a los pies
de la estatua estaba preparado al efecto. Milagrosamente, la estatua entonces se movió e hizo
un saludo reverencial que él vino corriendo a contar.
Un par de horas después, de vuelta, vimos a la estatua sentada sobre un pretil contiguo,
abandonado su pedestal y, ¡abanicándose! Jorge me miró como diciendo "¿Qué está pasando
aquí?". Yo le señalé el termómetro vial que señalaba que la temperatura era de treinta y ocho
grados.
—Antes era una estatua y ahora no —dijo él, decepcionado, como si su anterior
donativo se hubiera malogrado.
—Ahora puede comprarse un merecido granizado de limón —respondí yo.