Su boca
expulsaba colgajos de saliva. Marcos aún no sabía muy bien qué hacer con el
desastre de su vida, ni tampoco por qué el vagabundo de la esquina estaba en su
coche. Marcos era un hombre apocado, harto e incapaz de tomar una decisión
sosegada y valiente.
Acércame a
Vallecas, decía. Mi hija se muere.
Marcos no se
creía nada. Siempre le ha gustado ver cómo la gente miente y, mientras miente,
se lo cree. No hay nada más humano que la mentira. Es necesaria para el avance
de la humanidad. Dios, Troya, la Guerra de Irak. Dejó de escuchar. Le dijo que
sí, que le llevaría a su maldita casa con tal de que se callara.
El vagabundo
parecía ya lo que era: un drogadicto deseoso. A Marcos le ponía muy nervioso
ver cómo un yonki no paraba de segregar saliva en su coche. Pensó por un
momento en acabar con todo; pensó en su exnovia. Ni ella ni él habían
encontrado consuelo a su pena. La carne no ofrece soluciones. Puede ser un
lugar de tristeza infinita. Pensó en la crisis, en los bancos, en la política.
Pensó que no hay nada más desagradable que el sonido que emerge tras la caída
al vacío de la tapa del wáter. Cambiar es la solución. Las comisuras de su
acompañante tomaron un color blancuzco. Sí, había que hacerlo.
Dejó de
pensar, porque por primera vez en su vida su pensamiento se tornó inmediata y
voluntariamente en acción.