La mirada de Luna se perdía ante la pantalla luminosa del ordenador. Nació en
una aldea de la sierra madrileña en 1930. Perdió su primera oportunidad de comunicarse
con el mundo cuando las bombas convirtieron su escuela en un montón de escombros. Su
contacto con la vida se limitó, durante mucho tiempo, a sobrevivir la dureza del campo.
Firmó su primer documento de identidad con una simple huella marcando una cruz
analfabeta. Años después, cuando su pueblo se transformó en criadero de hambre y falta
de oportunidades, se trasladó a Madrid. Acostumbrada a que los demás la confundieran
con persona falta de inteligencia, se propuso saber qué decían los anuncios, los carteles
indicativos, las noticias en los diarios. Así que Luna, entre fregado y barrido, acudió a
una escuela para aprender a leer y escribir. Fue su gran triunfo: había derribado los muros
de la información. Luna, orgullosa de sí misma, consiguió que sus hijos accedieran con
total naturalidad a una educación superior, sin apenas percibir las marcas del esfuerzo de
su madre. Convertida en consumidora ávida de la palabra escrita, su jubilación le hizo dar
un paso más en su lucha. Habituada a que la consideraran una anciana sin ambiciones, se
aferró a un teclado que le permitiría ver más más allá de su televisor, siguiendo atenta las
instrucciones de su nieto, un chavalín de once años que podía ser tan libre como se lo
permitiera su mente. Hoy, en su perfil de twitter se presenta como “eterna aprendiz”.