Trabajaba en aquella antigua y vetusta librería desde hacía tanto, tantísimo tiempo…
que a veces le parecía que no se encontraba a sí misma. De tanto recorrer los pasillos, de
vez en cuando sentía que se mimetizaba con los estantes y su contenido.
Llegaba con el alba y se iba a la hora de los fantasmas. Conocía y amaba cada tomo,
cada revista, cada novela. Les había acariciado, retirado, quitado el polvo y vuelto a
acomodar en sus sitios, cientos, miles de veces; de memoria, casi instintivamente
ubicaba los huecos que ocupaban.
Podía describir cada ejemplar con los ojos cerrados, solo con tocarlos u olerlos. En sus
manos los libros estaban siempre seguros, primorosamente cuidados y eran
profundamente adorados.
Cada vez que un comprador salía del establecimiento paquete en mano, se le hacía un
nudo en la garganta, le temblaba el labio inferior hasta que se lo mordía para acallar el
lamento que pugnaba por brotar, se le crispaban las manos y sentía que se le desgarraba
el alma por lo que hubiera podido saber.
Ya es hora, se decía en esos terribles momentos, ya es hora. Pero su trabajo era lo
primero, por eso nunca encontraba el tiempo necesario como para aprender a leer.