El abuelo de Hans había
fallecido. Debía ir a la casa del difunto, ya que su nombre figuraba en el
testamento. Eso le extrañó, ya que en los últimos años no había tenido
contacto.
Ignoraba si era
millonario o si poseía joyas o bienes de valor. Sólo sabía que le gustaba mucho
viajar. La casa del abuelo se encontraba lejos de la civilización, al final de
un largo trecho desértico. Pero su rostro amable —recuerdo de su infancia— le
empujó a continuar.
Cuando llegó, el
notario se encontraba allí, tal y como habían acordado.
—Le estaba esperando. Ahora le entregaré
la herencia de su abuelo.
Lo que Hans heredó fue
una escultura a escala real de un gato moteado. Era de oro y en los ojos tenía
dos gemas incrustadas. El muchacho firmó los documentos sin rechistar; estaba
un poco fatigado y quería volver a casa antes del anochecer.
En el viaje de vuelta
tuvo la desgracia de encontrarse con un ladrón, quien amenazó con quitarle la
vida si no le daba la figura. El malhechor, al tocarla, hizo que ambos
recibieran el impacto de una corriente eléctrica. Cuando Hans despertó,
encontró un leopardo de ojos verdes.