Decepción. Puede ser alguien, algo, un momento, un acto, una idea. Puede ser
repentino, o duradero; puede golpearte sin previo aviso, arrebatándote toda ilusión por
vana y efímera que pareciese, o puede gestarse ante tus ojos e ir arrastrando pedacitos
de ti, engulléndolos a medida que crece. Las decepciones llegan, pero no vienen y se
van. En ocasiones, lo hacen para quedarse. Se sientan a tu lado y te miran con expresión
iracunda, ojos viles, esa cara que dice "¿ves? Te lo dije". Se te arrima y te da codazos,
altanera, desafiante. Y tú no haces nada. Decepción te hace pequeño, así que juntas las
palmas de tus manos y las miras, mientras tu cabeza se afana en buscar justificaciones
tardías, posibles razones, o ese argumento que atenúe la horrible sentencia que martillea
en tu mente: "¿ves? Te lo dije".
"Es que no me lo esperaba", nos empeñamos en apostillar, a modo de defensa, cuando
llega Decepción. Parece que aterrizamos en este mundo no esperando nada, pero pronto
conocemos a Felicidad, que nos colma, nos mima y nos malacostumbra; entonces lo
esperamos todo por nada, y de algún Don Nadie. Y es en ese momento cuando Lamento
se nos presenta. "No me lo esperaba". Pues bien, llegó. Porque todo llega. Y todo pasa.
Decepción, cómo dueles.