Era mayor cuando empecé a leer, tendría ocho o nueve años. Fui haciéndolo
sola, con marcas comerciales que conocía. Pronto descubrí que la “c” con la “o” era
“co”, como “coca-cola” o “Colgate”. Sólo fui unos meses a la escuela, tenía que trabajar
con mis padres en el campo para poder comer. Leer era lo de menos en un país donde la
mayoría de la población estaba hambrienta.
A los doce años, empecé a trabajar en casa de “Los señoritos García”. Era una
familia conocida en el pueblo, y tenían hijos de mi edad. Yo les limpiaba la casa,
planchaba e iba por mandados. Todo por unas cuantas gordas.
Sin embargo, Ana, la hija menor de los García, estaba empezando a leer y su
institutriz lo hacía de forma muy amena. Disimuladamente, oía cómo había que leer,
uniendo letras para pronunciar sílabas, las sílabas formaban palabras, las palabras
oraciones y las oraciones textos. ¡Era algo mágico! En un pequeño papel te podían
contar miles de historias: cuentos, adivinanzas, cartas de amor o incluso informarte de
muertes en la guerra.
Un día, Ana me dijo que me sentara con ella a dar clase, y así lo hice,
entusiasmada por aprender. Fue algo complicado, y la pequeña de sólo cinco años me
sacaba varias lecciones de ventajas, pero aprendí a leer.
Desde entonces no he parado, es una capacidad del ser humano que nos
transporta a otros mundos, a otras vidas.
La lectura es algo mágico que todos debemos disfrutar.