—Hay que hacerlo, señor; así es la vida. —dijo mi acompañante como si hablara de
algo irremediable.
"Y la muerte, ¿cómo es?", pensé mientras me dirigía con el guardia a los calabozos. Nos
lo encontramos incomprensiblemente sereno, sentado en una silla, con las manos sobre
los muslos. A su lado, restos de una cena a medida de las circunstancias. Abrieron la
puerta y el reo se puso de pie. Me miró con una extraña fijeza:
—Es su primera vez, ¿verdad? —Yo era su abogado.
—Sí —contesté casi sin voz. Carraspeé.— ¡Sí! —repetí con un grito casi grotesco.
—Para mí también —sonrió el preso.
Después miró al guardia:
—La carta, ¿se ha enviado? Es importante, he aprendido a escribir.
—Por supuesto, a la dirección que usted señaló.
—¿Certificada y con acuse de recibo? —El guardia se movió nervioso.
—Yo... —comenzó sin seguir.
El preso volvió a reír.
"Controla la situación, a pesar de todo ". Mi mente rumiaba cada macabro detalle.
Cuando nos dejaron unos momentos a solas antes de subir, me contó lo mucho que le
dolían las articulaciones debido a la humedad y a la artritis reumatoide que seguía su
avance a pesar de los antiinflamatorios que le suministraban. Asentí impotente.
Una hora después se lo llevaron a la morgue y yo lloré como un niño junto a su viuda.
Rememoré aquella sonrisa. Esa mueca firme e imperturbable que hubo de acompañarme
a lo largo de la vida.