Las guirnaldas de tus senos en mi boca. La flor de tu vientre en mi mano. No sé muy
bien por qué pienso que, la verdadera realidad, es otra. Que el amor es un sueño
esculpido hace mil años, cuando ni tan siquiera habíamos empezado a ejercitar la pasión
ajena. Culpable de este deseo tan mordaz. Tan ecuánime que, cuando me tumbo sobre ti,
siento que la necesidad ha conseguido hacer de la virtud un premio. Un premio tan
valioso que nada puede ensuciarlo. Ni tan siquiera, los perversos pensamientos de una
culpabilidad perdida en el tiempo. Etérea como el viento que sopla fuerte porque somos
dos cuerpos a la deriva dentro de un placer absoluto. Tanto que, dejamos que nuestros
sentimientos sean una caricia en cada mano. Un beso en cada frente amiga. La que dicta
los motivos de un movimiento constante. Perenne como aquel árbol plantado en las
postrimerías de un conocimiento mutuo. El que nos dio todo lo que ahora somos:
amantes tridimensionales. Amantes de… espacios cortos. De esferas a punto de
explosionar.
Somos el calor del sudor. El candor del gozo. El sentir que nos dice que todavía
podemos continuar. Que nada se acaba tan pronto. Ni tan siquiera, el dolor de un
momento tan extraño. Tan alejado de nosotros que nos pertenece.
Somos su réplica.
Somos, sabiéndolo, su fuente de eterna juventud. Su contraluz de eterna jovialidad.
Su fin.