Era el gran día, el de las tan esperadas nupcias .Él, distinguido en su esmoquin, la
perilla y la alopecia terapéutica le infundían cierto aire solemne. La ilusión del enlace
borraba el malestar y la debilidad de cualquier enfermedad maligna.
“Sí, quiero”, contestó ella con cómplice y radiante sonrisa. Bella en su albo atuendo,
con azabache y frondoso cabello enmarcándole el rostro. Se besaron.
Tenía un regalo para él, tras la ceremonia. Le había insistido en que no interrumpiese y
únicamente mirara; él había accedido- sin saber, ni siquiera sospechar, qué le tenía
reservado. Sentóse la novia en el jardín, frente a la expectante multitud. Alguien surgió
de entre los invitados- portaba algo bajo el brazo, semejaba un dispositivo; se aproximó
y, según lo pactado, comenzó a rasurar la hermosa cabellera de la mujer, que caía en
jirones sobre el césped. Ella, con espalda y cuello dignamente erguidos, mostraba
complaciente y segura sonrisa. Los presentes observaban en atónito silencio, como
desbordados por los acontecimientos.
Finalizado el rasurado, el novio se acercó a ella, que lo aguardaba con expresión mitad
traviesa, mitad bondadosa. Hubiera querido reprocharle, pero esa mirada lo desarmó.
Se limitó a contemplarla en tan insólita hermosura, de apariencia vulnerable aunque
ineludible pureza. Menos tangible que antes, quizá, pero- de alguna manera- mucho más
profunda. Tras tomarla de las manos, la besó de nuevo. Esta vez, en la calva cabeza.