Se
despertó algo alarmado, pero no tardó en dibujarse en su cara una sonrisa tan
amplia que habría servido para iluminar el corazón de cualquier ser humano
capaz de contemplarla. Siempre le habían dicho que su sonrisa era bonita, pero
no tenía ni idea de hasta qué punto, y lo era aún más en aquellos momentos,
como era el caso, en que era sincera y espontánea. Y es que a su lado estaba la
persona con la que tanto tiempo había estado soñando: Marta, con un pelo tan
negro como la más oscura de las noches y unos ojos tan profundos como el más
abrupto de los océanos.
Pedro
jamás había imaginado cuán bello podría llegar a ser abandonar tus sueños y
encontrarse con la persona con la que deseaba compartirlos. Se limitó a
observarla durante un largo tiempo, pensando que no existía hombre más
afortunado que él. Prácticamente inmóvil, el dorso de Marta ascendía y
descendía lenta y delicadamente, mientras su cara esbozaba una imperceptible mueca.
Este empezó a acariciarla suavemente, primero la espalda y luego el pelo,
entrelazando sus dedos con los sedosos cabellos de la joven, que dejó escapar,
entretanto, algún que otro murmullo de satisfacción.
Así,
sintiéndose plenamente realizado, se mantuvo durante algunos instantes que
parecieron una eternidad, hasta que Marta abrió los ojos y ambos sostuvieron
una larga y sosegada mirada que transmitía una increíble confianza y con la que
ambos parecían reconocer el ansia con que habían esperado aquel maravilloso
encuentro.